martes, 22 de noviembre de 2011

Patas de perro (1965)


Desde el siglo recién pasado, se ha intentado definir a Chile como el "país de los poetas", un rincón del mapa donde se pueden esconder con comodidad todo tipo de letrados, aunque ni la mitad de las personas que aquí habitan reconozcan con claridad el patrimonio cultural que vino después de Neruda, Huidobro y la Mistral, a veces rellenado con merecimiento -pero con injusta soledad- usando la sacralizada figura de Nicanor Parra. Es verdad que contamos con 2 premios Nobel, otorgados a dos grandes vates de nuestra promoción, pero: ¿qué pasa con los grandes escritores que, sin recibir premios de carácter nacional, son parte de nuestra actividad literaria más prestigiosa y reciente? ¿Qué pasa con Enrique Lihn, Jorge Teillier o Roberto Bolaño, que ni siquiera fueron condecorados con el Premio Nacional de Literatura, un galardón que hoy nos parece mínimo tomando en cuenta su fundamental labor creativa? Es verdad que los premios no son el mejor medio para reconocer a los grandes talentos, ya que muchos genios quedan marginados de la oficialidad (como ocurre con el poeta José Ángel Cuevas). Pero tampoco resultan adecuados algunos alcances miopes como "país de poetas", cuando la prosa en nuestro territorio ha sido tan importante como la poesía. Por lo mismo, allí donde dice "país de poetas", usted debería tachar y colocar: "país de escritores".

Entre los grandes prosistas chilenos, destancado entre otras figuras como Marta Brunet, Francisco Coloane, José Donoso o Pedro Lemebel, está el novelista y cuentista Carlos Droguett, quien sí ganó merecidamente el Premio Nacional en 1970, siendo uno de los últimos antes que el galardón cayera en el desprestigio y en un alarmante vacío de autoridad a manos del Régimen Militar, precedido por el dictador Augusto Pinochet. Estos datos históricos, culturales y socio-políticos, incluyendo los referidos en el párrafo anterior, no son meros caprichos e inquietudes polémicas, sino más bien un derrotero confiable para entender el perfil de un escritor como Droguett, siempre crítico y asiduo a las causas sociales, como lo demostró desde su primer libro, Los asesinos del Seguro Obrero (1940), hasta su novela póstuma Matar a los viejos (2001), ideada a mediados de los 70', basada en la profunda rabia del autor frente a los hechos del 11 de septiembre de 1973, llegando a incluir en su dedicatoria al fallecido presidente Salvador Allende.

Pero fuera de exaltar la imagen del escritor, lo que nos compete es hablar de su libro Patas de perro (1965), quizá su mayor demostración de técnica y habilidades narrativas. Porque la construcción del discurso y el apabullante uso del lenguaje en la novela, nos muestra a un Droguett conciente de su trabajo estilístico, bebiendo de las cenagosas aguas de autores como Manuel Rojas y Pablo de Rokha, ambos amigos e influencias directas del autor, quienes configuraron una poética compleja basada en el flujo de las pasiones, el espíritu crítico, el desamparo y la marginalidad de los más desfavorecidos, además de una iracunda concepción del dolor, que da origen a una lírica expansiva que muchas veces arremete al lector como interpelándolo, como cuestionándolo sobre su posible indolencia o su inaceptable pasividad. Esto se ve en Patas de perro desde la construcción misma de su personaje principal, un niño que -presentado desde el título- ha nacido con piernas caninas, con la insolencia y la bestialidad de los animales, pero con un corazón susceptible a las humillaciones, ofensas y vejaciones que debe soportar por parte de sus pares, sin lograr entender los alcances de la crueldad humana, vagando penosamente entre su identidad originaria y su mitad fiera.

Pero el niño no está solo en el mundo. Lo acompaña un hombre -narrador testimonial de esta novela- que lo rescata de su desolador entorno familiar para llevárselo con él, relatándonos su experiencia con el muchacho, contándonos desde el primer momento que escribe para olvidar. De ahí en adelante se nos viene encima una historia tan real como ficticia, que oscila entre ambos registros desconcertando al lector, pero desbordando de principio a fin una humanidad desgarrada, afectada por el reflejo de su propia inmundicia, perpleja quizá si leemos el libro desde los ojos de Bobi, un niño inocente que comete el pecado de ser distinto, tan brutalmente distinto que se ve sujeto a una total exclusión por parte de la sociedad.

Queda a gusto nuestro si entendemos la novela como una creación realista o de ficción, pero lo que parece importar más no es precisamente eso. Droguett integra en su relato no solo sus mejores artimañas, sino además una cosmovisión socio-política certera que se asienta en lo políticamente incorrecto, pero con tanta ferocidad como lo hace Bobi al defenderse de sus hostigadores más incautos. Define la idiosincrasia del Chile de los 60' incluyendo personajes de distintos estratos y roles sociales, como abogados, médicos, profesores, carabineros, sacerdotes, entre otros ciudadanos medios que integraron una sociedad agitada, llena de miedos y esperanzas, que desembocaría luego en el programa revolucionario de Salvador Allende y su forzado ocaso gubernamental. No conforme con ello, Droguett mezcla también varios registros literarios, incluyendo una fábula alegórica de origen folklórico, situándola entremedio de la novela como lo hacía Cervantes en el Quijote, creando una explosiva aleación de géneros populares con otros más formales, como el caótico uso de la puntuación, la corriente de la conciencia y el trabajo psicológico y/o existecial en cada uno de sus personajes.

En definitiva, para los que quieran disfrutar de la novela impresa, recomiendo la edición de Pehuén, económica y de un adecuado trabajo gráfico y editorial. Para los que prefieran su versión on-line, es posible leer y descargar la novela completa en la página Memoria Chilena, donde además encontrarán información del autor, de sus libros y una ficha de la novela en el siguiente link.

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